El rubor, esto es, el hecho de
ponernos rojos, quizá evolucionó como una señal fisiológica, para que los demás
visualizaran que nos arrepentimos de un error.
Un
comentario comprometedor, una confusión o un cruce de miradas pueden hacer que
tu cara se tiña repentinamente de escarlata. Algo que Charles Darwin calificó
como 'la más humana de las expresiones', la respuesta normal del organismo cada vez que nos sentimos avergonzados.
Se desencadena involuntariamente cuando el sistema nervioso simpático se activa
y un disparo de adrenalina dilata
los vasos
sanguíneos del rostro, lo que permite un flujo de sangre inusual.
Simultáneamente, la cara enrojece y
se calienta.
La
adrenalina forma parte del llamado mecanismo de lucha o huida, el modo que
tiene nuestro cuerpo de reaccionar al peligro. De hecho, esa misma sustancia
hace que nuestro corazón lata
deprisa y que la respiración se acelere cuando nos ponemos nerviosos.
Sin embargo,
sentir vergüenza no
es, en apariencia, una cuestión de emergencia vital. Algunos científicos
aseguran que enrojecer así es más bien un proceso biológico relacionado con nuestra socialización:
evolucionó para mostrar en público que hemos hecho algo en contra de las normas
o que hemos transgredido las convenciones morales. Lo sabemos y nos sentimos
culpables por ello. De este modo, dicen los expertos, atenuamos la mala
impresión que causa la infracción y evitamos un potencial enfrentamiento.
Desde este
punto de vista, sí se puede afirmar que el rubor es un buen mecanismo de
protección. De hecho, estudios científicos recientes revelan que cuando nos ponemos colorados facilitamos que
los demás nos perdonen. Porque quien se abochorna visiblemente no suele
repetir la conducta que le pone en evidencia. Tan importante es que, según una
hipótesis del neurobiólogo Mark Changizi, nuestra visión ha
evolucionado para detectar cambios sutiles en el color de la piel humana que
permiten deducir sus emociones.
Elena Sanz (muyinteresante.es)
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