El titular
de The Onion es dolorosamente cierto: "'No hay forma
de prevenir esto', dice la nación donde esto pasa con regularidad".
Estados Unidos es una anomalía planetaria. Ningún otro país cuenta con tantas
armas de fuego por habitante, y ningún otro país sufre con tanta frecuencia las
devastadoras consecuencias de los tiroteos masivos.
El de ayer, en una escuela de Florida, se ha saldado
con 17 muertos (niños en su mayoría).
Los datos
son surrealistas: sólo en 2018 llevan ya 18
masacres ¡en colegios! La cifra global se dispara por encima
de los cuarenta (llevamos escasos 44 días de año). Anualmente,
el número de muertos atribuible a tiroteos masivos (considerados como tales por
encima de los tres fallecidos) supera con creces a
los directamente asociados al terrorismo. Sin embargo, mientras el segundo es
una emergencia nacional, el primero no.
De forma
habitual, quienes defienden la existencia de la Segunda Enmienda y el derecho a
portar cualquier tipo de armas, sin apenas "background checks", lo
hacen en torno a dos argumentos. Primero, es una forma de protección contra la
tiranía. Segundo, Estados Unidos es particular: ningún otro país
tiene su historia, su tamaño demográfico, sus particularidades culturales. No
hay casos comparables en
el resto del globo terráqueo, ejemplos a los que aferrarse.
Ahora bien,
ese segundo argumento obvia una historia muy similar. La de Australia.
Port Arthur: la gota que colmó el vaso
Al igual que
Estados Unidos, Australia fue una dependencia de la Corona Británica colonizada
a fuerza de violencia y explotación. Cuando los primeros colonos se asentaron,
lo hicieron en una tierra vastísima, repleta de amenazas y con una
administración política débil. Si aquellas
personas querrían defenderse, tendrían que hacerlo en sus propios
términos. Durante siglo y medio, ambos países permitieron a sus convecinos
guardar armas de fuego.
Hasta que
sucedió Port Arthur.
En 1996, un
tiroteo en la atracción turística más popular de Tasmania, un ex-presidio
colonial, acabó con la
vida de 35 personas, hiriendo a otras 23.
Fue el tiroteo masivo más
grande jamás registrado en Australia, y motivó un escándalo y debate público
que, en última instancia, obligó a los políticos conservadores australianos a
afrontar la dura realidad. Si querían detener el elevado
número de "mass shootings" del país, tendrían que
confiscar las armas de sus votantes.
Al igual que
Estados Unidos, Australia había mantenido un irregular conjunto de legislación
en torno a la posesión de armas. La jurisdicción era territorial, y no correspondía al
Gobierno Federal pronunciarse sobre el asunto excepto acuerdo pleno de todos
los gobernadores. Así, en regiones como New South Wales (la más urbana y
progresista) la posesión se había abolido en términos generales después de la
Segunda Guerra Mundial, mientras en otras, como en
Queensland, no.
Las
diferentes sensibilidades geográficas y políticas de los votantes australianos
configuraban un clima social, a menudo, enconado. Los votantes rurales y
conservadores del Partido Nacional (siempre en
alianza electoral con el Partido Liberal, también conservador
pero con un perfil más urbano) se oponían de forma furibunda a cualquier tipo
de regulación, mientras que grandes sectores liberales y laboristas la
observaban como un paso necesario.
El clima
cambió decididamente tras una serie de matanzas entre mediados de los ochenta y
de los noventa, estallando de
forma definitiva tras Port Arthur.
Es aquí
donde entra en escena John Howard,
líder del Partido Liberal (y por tanto de la Coalición que incluía al Partido
Nacional, de votantes reacios) y primer ministro australiano desde 1996. Howard
se había definido como un crítico de la posesión desregulada de armas desde la
oposición, y su acceso al gobierno le permitió implementar una serie de
reformas que, de forma extraordinaria, terminarían en el National
Firearms Programme Implementation Act 1996.
Ir contra tus votantes, a veces, es lo adecuado
Port Arthur
ofrece algunas similaridades con el caso americano. Al igual que ahora, había
un sector de votantes muy reticente, cuando no beligerante (un grupo de
pro-armas trató de afiliarse al partido Liberal con objeto de desestabilizar la
balanza interna favorable a la regulación), en contra de cualquier tipo de
regulación. La base de la oposición tendía a ser rural y conservadora,
y sostenía, en parte, las aspiraciones electorales de la Coalición.
Y del mismo
modo, Australia contaba con un amplio espectro social que, si bien no favorable
100% a la abolición de la regulación, optaba por fórmulas que restringieran de
forma mucho más clara la posesión de armas semi-automáticas, las causantes de
los peores tiroteos. Al contrario que sus colegas republicanos, Howard se
lanzó a la regulación previendo un taxativo rechazo por una sección sustancial
de sus votantes (lo que incluyó
abucheos públicos o que Howard acudiera con chalecos antibalas
a algún foro público).
El mérito de
Howard fue convencer a los gobernadores de los estados para que aceptaran el
proyecto federal. La constitución australiana no permitía que el gobierno
central levantara legislación en contra del deseo de los estados, por lo que
necesitó de la colaboración consciente
de figuras como Tim
Fischer, líder del Partido Nacional, o Rob Borbidge, premier de
Queensland, el estado más conservador, para aprobar el proyecto de ley. Borbidge lo
hizo, muy a su pesar político: perdería su reelección hundido en su
baja popularidad.
En el plazo
de tres meses, el gobierno federal redactó, debatió y aprobó con apoyo de casi
todos los partidos el NFA, y confiscó y destruyó alrededor de un millón de armas de fuego automáticas
y semi-automáticas.
A largo
plazo la política fue un éxito. Las matanzas
públicas desaparecieron hasta convertirse en elementos
residuales de la sociedad. La tasa de homicidios bajó, y también la de
suicidios a causa de armas de fuego. En 2002 el gobierno federal recrudeció
las condiciones para acceder a determinadas armas de fuego a
consecuencia de otro tiroteo. A día de hoy, hay permisos para portar expedidos
por todo el país, pero tanto la tipología de arma como las condiciones son
duras.
En esencia,
un grupo de políticos australianos decidió sacrificar parte de su capital
político para atender a una urgencia social. Las consecuencias, en el largo
plazo, han sido muy
positivas. La tenencia libre de armas es una cuestión políticamente
muerta: no hay voces en la agenda mediática que reclamen su regreso. Y lo más
importante de todo: los tiroteos (y las víctimas mortales) se redujeron
drásticamente.
El ejemplo
australiano es un cóctel perfecto que puede trasladarse de forma mimética a
Estados Unidos. Cuestión distinta es que el clima político estadounidense lo
acepte algún día.
Fuente:Xataka.com
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